La espiral de delirio en la que se instaló Puigdemont hace ya algún tiempo es digna de análisis. No me refiero, ni mucho menos a su huida metido en el maletero de un coche para cruzar la frontera, en su huida a Bruselas para no tener que dar cuenta ante la justicia de sus delictivos actos. Tampoco a la falta de temple que se le ha de suponer a un presidente de la Generalitat, cuando fue incapaz de resistir la presión de las redes sociales o los denuestos de Marta Rovira la que algunos consideraban la musa -luego ha resultado un fiasco en toda regla- de Esquerra Republicana. Me refiero a su reacción en esos tensos momentos, octubre del año pasado, cuando después de haber decidido convocar elecciones en Cataluña como salda al enredo que había formado, optó por proclamar la simbólica independencia a la que se refirió, cuando perdió la épica que gastaba desde el atril, la expresidenta del Parlamento de Cataluña, Carmen Forcadell. En aquellas fechas Puigdemont exigía al gobierno de España, la inmunidad para él y para algunos de los más conspicuos independentistas, el perdón de sus delitos. Lo pedía al ser consciente de que había delinquido de forma grave y acabaría ante la justicia, por eso huyó a Bruselas. Su petición era la propia de quien tiene un concepto bananero del Estado. La de alguien que no cree en la separación de poderes, que caracteriza a los estados democráticos. Era la manifestación más palpable de su desconocimiento de la esencia de uno de los principios fundamentales en los que se asienta una democracia. Su ignorancia acerca de que hace más de dos siglos y medio Charles Luis de Secondat, barón de Montesquieu la dejaba establecida, en su “El espíritu de las leyes”, que vio la luz en 1748.  Lo que planteaba revela su concepto de lo que puede ser esa república a la que alude en su confrontación con España, ignorando  que en un estado democrático eso que pedía no es posible porque no está en manos del ejecutivo, sino en las de los jueces. Es la separación de poderes.

Ahora, tras las elecciones del pasado 21 de diciembre, cuando con su huida a Bruselas ha añadido a sus presuntos -concedámosle el derecho a la presunción de inocencia, ya que pese a las evidencias no ha sido sentenciado- delitos el de prófugo de la justicia, exige, para una supuesta negociación con el presidente del gobierno, garantías de inmunidad caso de que regrese España, como alternativa a la “boutade” de plantear la celebración de dicha reunión en cualquier otro país de la Unión Europea. Puigdemont actúa otra vez partiendo de un concepto bananero del poder. Como si la garantía de no ser detenido en cuanto pise suelo español fuese algo que estuviera en manos del poder ejecutivo.

Esa ensoñación en la que vive es, en gran medida, la consecuencia de haber violado de forma sistemática las leyes por las que se rige un Estado de derecho. Haber silenciado de forma dictatorial a la oposición parlamentaria y haber conculcado las leyes que le permitían ejercer el cargo en Cataluña como un presidente bananero.

Si sueña con organizar un estado según ese pensamiento bananero -la separación de poderes está dinamitada en los apuntes de la agenda de José María Jové, mano derecha de Junqueras, incautada por la Guardia Civil-, los independentistas catalanes tienen un serio problema para dar vida a la republiqueta a que aspiran.

(Publicada en ABC Córdoba el 3 de enero de 2018 en esta dirección)

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